Se acurrucó en un rincón y lloró. Durante horas, quizá días.
Lloraba, y cuanto más lo hacía, más subía el nivel de su tristeza. Ya había
alcanzado su barbilla, así que decidió ponerse de pie. Ahora estaba mejor, al
menos en cuanto a la sensación de ahogo: el pesar sólo le llegaba unos
centímetros por encima de las rodillas. Pero no podía dejar de llorar y pronto
los libros que había sobre la mesita de noche acabaron cubiertos. Ya no los
podría acabar de leer, pensó. Era una pena, había uno en particular que le
estaba gustando mucho, pensó. Otra pena, más pena, como si no tuviera bastante,
pensó. Y no tardó mucho la tristeza en crear realidades desplazadas respecto a
la que había por encima de su ombligo al trepar por el espejo del tocador.
Llegó en breve a sus clavículas: puede que tardara un par de pensamientos más,
una noche, cuatro cartas en el buzón y pico.
lunes, 18 de marzo de 2013
Papel mojado
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Es precioso Victor. Un camión de optimismo para este lunes.
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