lunes, 18 de marzo de 2013

Papel mojado


Se acurrucó en un rincón y lloró. Durante horas, quizá días. Lloraba, y cuanto más lo hacía, más subía el nivel de su tristeza. Ya había alcanzado su barbilla, así que decidió ponerse de pie. Ahora estaba mejor, al menos en cuanto a la sensación de ahogo: el pesar sólo le llegaba unos centímetros por encima de las rodillas. Pero no podía dejar de llorar y pronto los libros que había sobre la mesita de noche acabaron cubiertos. Ya no los podría acabar de leer, pensó. Era una pena, había uno en particular que le estaba gustando mucho, pensó. Otra pena, más pena, como si no tuviera bastante, pensó. Y no tardó mucho la tristeza en crear realidades desplazadas respecto a la que había por encima de su ombligo al trepar por el espejo del tocador. Llegó en breve a sus clavículas: puede que tardara un par de pensamientos más, una noche, cuatro cartas en el buzón y pico.

Sus pronunciadas clavículas, clavículas, dice en voz alta. Y ríe. Pero aún sigue llorando, así que deja de reír. Además, la tristeza pronto le llenará la boca y sabe que si le vuelve a los ojos ya no podrá hacer nada. Entonces dejaré de llorar, piensa. Mira la puerta, abierta de par en par. ¿Cómo puede estar la habitación inundándose con mis penas si está la puerta abierta?, piensa. Y vuelve a reír, porque no entiende cómo ha acabado así. A carcajadas. Con un ruido explosivo, que hace que la masa de tristeza se desplome por las escaleras. Se acerca a la mesita de noche, coge los libros – ¿qué hacen todavía ahí con la corriente que ha habido?, ríe – , abre el balcón y los tiende en las cuerdas. Va a por la escoba y mientras barre los restos de su desconsuelo escaleras abajo y hasta la calle va calmando su risa y convirtiéndola en tranquilidad. Lo mejor será volver a comprar los libros, piensa.

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