lunes, 21 de octubre de 2013

La decisión

- He venido a acabar con tus días - digo, sorprendido por la firmeza de mi voz, que parece haber estado concebida especialmente para pronunciar esas palabras.

Le estoy mirando intensamente desde que he entrado. Él me devuelve la mirada con una apertura de párpados y boca atónita. No se lo esperaba. Era yo el que lo esperaba. Con ansias. Aún no me puedo creer que haya podido hacerlo después de tanto tiempo. Años de indecisión, la excusa de encontrar el momento oportuno, el momento perfecto. Hasta que he entendido que ese momento era cualquier momento que escogiera, a poder ser "ya". Sigo mirándolo sin relajar la postura, sin cambiar el tenso suspense de mis brazos, en guardia a ambos lados de mi cuerpo, como tantas veces antes he observado en los valientes en situaciones similares. Escudriño su rostro en busca de algún impulso, queriendo leer cuál será su reacción cuando logre salir de la estupefacción que lo tiene petrificado, casi sin parpadear.

Recuerdo el camino que he hecho hasta llegar aquí. Parto desde mi infancia y recorro cada ápice de mi vida, cada instante - para los que creen que el tiempo es discreto -, a una velocidad de vértigo. Y al volver mi mente al momento actual, habiendo visto mi vida comprimida, revolucionada, tan cerca un acontecimiento del otro, con el espacio justo entre ellos para que aparecieran chispas; ahora es cuando doy a comprender que ha sido consecuencia lógica, de sencilla deducción, que acabe aquí ahora mismo. Algunos llaman a esto destino. No creo en el destino, pero entiendo que crean en algo así ahora que estoy pasando por algo que se desprende por puro y simple razonamiento de todo lo precedente.

Deben haber pasado como máximo un par de segundos desde que he acabado de sentenciarlo. Empiezo a sentir que el resto del universo, fuera de nosotros dos y lo que pasará ahora, existe. Eso me puede alejar de lo que debo hacer, así que actúo con determinación. Empuño la pistola con la mano derecha y, sin apartar mis ojos de él, aprieto el gatillo. "Fdddt". Ya está hecho, ya no hay marcha atrás. Su gesto se tuerce y veo cómo se va empapando su camisa. Parece que quiera decir algo. Vuelvo a apretar el gatillo. "Fddddddddt". Mi trabajo está hecho. Dejo la pistola en su funda y mis brazos caen sobre mis costados con la misma gravedad que cae un cuerpo al despojarlo de la vida que lo mueve. Mis brazos, al igual, han perdido el impulso que los movía y pueden descansar ahora.

Entonces él se levanta y se me lanza encima sin que yo tenga tiempo a reaccionar. Me rodea con sus brazos y noto cómo está empapando mi pecho.

- ¡Tío! ¡Estás como una cabra! ¿¡Cómo se te ocurre venir con esas pintas y las pistolitas?! - me agarra de los hombros y me separa poco a poco para mirarme a la cara. Ha perdido el anonadamiento y sonríe ampliamente. Suelta una de esas estridentes carcajadas mientras me quita la peluca de payaso. - Te echaba de menos. Ya ni recordaba por qué dejamos de hablarnos, pero seguro que era un estupidez. Como esto que acabas de hacer.

- Una estupidez sólo se puede arreglar con otra más gorda, ¿no crees?

Él se gira al camarero y aún riendo.

- Ponnos una ronda al chiflado éste y a mí, Paco. Invito yo, se la ha ganado.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Las pasiones

“Todas las personas deben tener al menos dos pasiones”, decía siempre Clara. Después sonreía de aquella forma que me maravillaba: de gratitud, como la de una persona mayor a la que acabas de ayudar. Ese tipo de gratitud sabia e inmensa. Pero en el caso de Clara, se lo agradecía a sí misma. Entonces volvía de aquel lugar en que estaba delante de sí misma acabando el “no hay de qué” y su rostro se tornaba curioso y divertido. “¿Cuáles son las tuyas?”, añadía. En ocasiones, repetía varias veces la afirmación inicial antes de esta pregunta, pero siempre la hacía.

Yo sabía que éste era un paso previo a la parte que realmente disfrutábamos de la conversación, pero era un paso necesario. Necesario para los dos. Me pasaba unos minutos pensando. A veces no llegaba a uno, otras pasaba de los cinco. Podría parecer meramente protocolario o fingido, porque la respuesta acababa siendo la misma. Pero no era así: internamente, estaba ponderando lo que había en mi vida en busca de lo que realmente representaba una pasión. “Las matemáticas y el origami”, respondía. Y pasábamos un rato hablando de ambas cosas.

También figuraba ella entre mis pasiones. Hacía tiempo que había entrado en esa categoría y yo no había podido hacer nada al respecto. Pero no podía decírselo, sentía que cambiaría algo. Nunca me han gustado los poemas que hablan de poesía, ni las novelas en que el protagonista es un escritor enamorado de su trabajo. No puedes ir a una pasión y decirle lo apasionante que es. Es algo que va contigo, dentro. Quizá pensáis que era amor. Algo de razón podéis tener: estaba enamorado de ella. Sin embargo, no es amor lo que me propongo plasmar aquí. Es la pasión que sentía al escucharla hablar, al verla vivir. Los melómanos pueden escuchar una y otra vez el enésimo movimiento de la emésima sinfonía de cierto compositor C, ejecutada por la orquesta X de la batuta del director Y. Los amantes de la literatura pueden leer su obra preferida del escritor que más les place una vez cada tantos años. Yo me enfrentaba cada vez a mi obra de arte predilecta y era algo tan cambiante que no podía hacer otra cosa que descubrir y descubrir. Además, la forma de descubrirla requería por mi parte una actividad y una predisposición más aventurera que la del que escucha un antiguo vinilo o desempolva un gran tomo mientras sonríe para sí. Y eso me apasionaba de una forma ciertamente emocionante.

Pero como ya he dicho, siempre ha sido un secreto que yo tuviera esta tercera (no en orden de intensidad) pasión. Supo de mi amor por ella, pese a que tampoco era yo muy dado a querer que lo supiera, por timidez y temor. Lo supo y bien sabido, pero nada hubo en mis palabras que pudiera desvelar a Clara que en mi mente discutía con Gauss mientras volaban juntos en una grulla.

Al final, yo le hacía la misma pregunta con que habíamos empezado. Aquí era donde ambos queríamos llegar. “Desde pequeña siempre han estado ahí la naturaleza y la literatura. Supongo que me viene de familia: veía a diario a mis padres leer y hemos vivido cerca del campo porque a los dos les gustaba llenarse de barro la ropa de montaña en los días de lluvia.” Y pasaba a explicarme su tercera pasión y cómo había surgido. Alrededor de los 11 años, empezó a escoger libros de las estanterías de sus padres. Muchas veces le parecían un tostón, eran demasiado serios y le aportaban bien poco. Pero se encontró con varias perlas que la acompañaron a partir de ahí.

Una de estas perlas fue una novela de Torcuato Luca de Tena: “Los hijos de la lluvia”. Desde que conocí a Clara y me habló por primera vez de dicha novela, lo debo haber leído unas 4 ó 5 veces. Un día cogimos mi ejemplar, le arrancamos todas las páginas y con cada una de ellas hice una figura diferente. Digo un día pero me costó varias semanas. Clara disfrutaba como una niña pequeña, y no me refiero a la intensidad o cantidad de disfrute, sino a la forma en que lo hacía. Yo disfrutaba por el incremento de horas que pasaba junto a ella y la cercanía física que la situación propiciaba, además del hecho simbólico de fusionar nuestras pasiones. En el libro, un historiador alemán empieza a recordar sus vidas anteriores tras un accidente. Atormentó durante la lectura y semanas posteriores a sus padres con preguntas acerca de la reencarnación. Leyó ensayos sobre ello, buscó documentales y textos religiosos en los que se hablaba de la creencia en dicho proceso.

Y con el tiempo, se fue dando cuenta o convenciendo de que ella también había tenido vidas anteriores. Todas las que quisiera. Las recordaba a su manera y siempre le aportaban algo (la mayor parte de veces, sin siquiera ella notarlo) a su vida actual, en la que había coincidido conmigo. En esta sección central y principal de nuestra conversación, me llevaba a esas otras vidas. Nunca he creído en la reencarnación, pero los viajes de su mano y su voz, de su rostro y entonación, me hicieron creer en su reencarnación y en la mía propia, en la pluralidad de nuestras vidas. Por eso decidí dejar testimonio y escribir esto. No para hacerle justicia a Clara, no para compartir con el mundo la pasión que me llenaba con su nombre y su ser, no para intentar una aproximación tosca y personal a “Los hijos de la lluvia”, sino para rememorar sus vidas anteriores y llenarme otra vez de la pasión que me ha hecho sentir vivo durante tantos años. El hecho de hacerlo público responde únicamente a un aliciente para no dejarlo a medias: me conozco y es uno de mis grandes vicios. Así pues, dadas las circunstancias, haré este viaje con quien quiera acompañarme. 

martes, 25 de junio de 2013

Instrucciones para escuchar música de Debussy

Nota: La idea del formato del texto no es original, sino que es tomada del gran Julio Cortázar.

En primer lugar, nunca va mal recordar que se debe disponer de algún medio externo a uno mediante el cual escucharlo - sea en directo o una grabación -, siempre y cuando no se sea el mismo Claude Debussy en persona y se pueda, por tanto, escuchar a su sesera propia de uno mismo en el proceso creativo. En este último caso, se recomiendo armarse de paciencia e imaginación, pues pasará un cierto intervalo de tiempo y número de notas cambiadas hasta poder escuchar la versión definitiva de la obra.
Una vez hecho ese insignificante recordatorio, ya podemos comenzar realmente a escuchar la música. Conciba un ave. No se la imagine, concíbala en su cabeza. Si detesta los pájaros, conciba cualquier otro animal que no deteste y plántele unas alas en concordancia al tamaño y solidez del animal concebido en su espalda. Hágalo de origami. Ahora sea eso que acaba de concebir. Revolotee entre ramas y haces de luz, esquive imaginarios remolinos de espíritus, del blanco invisible al negro invisible, pasando por toda la escala de grises invisibles. Piule en francés, por más ajeno a su propio pico que le haga sentirse. Aceche después desde detrás de un nudo en la madera. Aceche a esos seres tan maravillosos y enigmáticos que son las flores. Si no ha visto usted antes ningún cuadro de Monet, no lo recuerde, simplemente intente imaginárselo.
Sobrevuele a vista de pájaro (o del animal que ha escogido y dotado de alas) un paisaje magnánimo, realice piruetas e intente perturbar el viento de forma que éste imprima lo que era su rostro sobre la superficie terciohierbada o arboluda. Obsérvese y sonría al reconocerse impropio. Súrquese y aproveche la contraimprenta de la flora hacia el espacio del que ha sido desplazada para elevarse hacia el cielo. Atraviese dicho manto con textura de golpe de timbal y explosión de platos y con sabor a cambio de tono (modalmente hablando, nunca olvidemos lo extremadamente educados y protocolarios que son los franceses). Una vez en la otra parte, descubra que ha entrado al mar por su fondo mismo. Pero se trata del mar de otro lugar del universo y por tanto el propio concepto de mar es diferente del que aquí pensamos que es el único. Puede que sea incluso totalmente opuesto al concepto que en dicho lugar se tiene de océano. Para entender cuan diferentes son todos los conceptos en el nuevo mundo, olisquee el recuerdo de flores y note cómo sus pulmones no se llenan de agua, sino de óleo, y cómo usted, lejos de quedarse sin posibilidad de respirar, lo hace de una forma más fluida pero viscosa a la vez.
Observe cómo se contonean los elefantes y las zebras en ese mar conceptualmente diferente al nuestro – en el caso en que “diferente” no difiriera también de lo que nosotros entendemos -. Y como elefantes y zebras no serían elefantes y zebras, sino quizá zebras y elefantes o hebras y celofanes. No serían un par de cosas o seres concretos, sino que irían modulándose en el tiempo. O quizá en este lugar lo que avanza es el espacio, mientras que el tiempo es un ente inerte por el que campamos a nuestras anchas. No podemos saberlo. Debemos esperar a haber pasado el cielo para saberlo. Ahora debe usted impulsarse hacia la superficie o volumen o perímetro o interior del mar. Lo que sea que indique salida o cambio. Y al atravesarlo dispersando todas estas diferencias significativas dejará de existir por un leve intervalo de tiempo u espacio, para dejar pasar a otra realidad diferente.
Siga mudándose de lugar, de alas y de entendimientos hasta que crea que ha tenido suficiente. Entonces, márchese o pare la música de alguna forma. En el caso de ser el propio Claude Debussy en persona, me temo que seguirá divagando indefinidamente, así que acostúmbrese y tómese alguna pastilla para evitar o paliar el mareo. En el resto de casos, vuelva usted a la realidad, sacúdase las plumas y descubra la naturalidad, solidez, coherencia y definición del mundo que le rodea. Silbe alguna de las melodías de elefantes o celofanes para ver cómo todo adquiere una maleabilidad suficientemente alta como para romper ese equilibrio de rocas, volcanes, placas tectónicas, evolución y ciclos del agua y sonría al recordar lo mal que ha imitado el piular de un pájaro en francés, olvidando todo lo anterior.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Las rutinas

A Sophie Hinault le gusta levantarse con tiempo de sobras por la mañana. No le gusta batallar contra el reloj. A los demás nos parecerá tremendamente excesivo, pero para ella es necesario. Suena el despertador y se toma su tiempo en la cama. Primero da alguna que otra vuelta, como revolcándose en su acurrucado calor y ensoñación. Después se estira – emitiendo algún que otro sonido, claro – a conciencia según le pida el cuerpo. Teniendo en cuenta que es una mujer bastante alta, tiene cama suficiente para estirarse de las formas y en las direcciones que desee. Desde aquel día en que se dio un golpe en el codo con el filo de la mesita de noche decidió prescindir de ésta, y también alejó la cama de las paredes, así que goza de libertad total para sus coreografías matutinas.

Se levanta siempre con el pie izquierdo, en parte porque es el primer pie que topa con el suelo – según la dinámica con que se sienta en la cama y la zona en que lo hace – y en parte porque sabe que es capaz de enderezar sus días y es su forma de desafiar al transcurso de todo. Se enfunda sus zapatillas con forma de oveja y sonríe. Se las regalaron sus compañeros en uno de los cumpleaños que pasó en la facultad, era todo un guiño cariñoso por no haber entendido un chiste sobre ovejas y matemáticas hasta que se lo desgranaron delante de las narices. Se pone en pie y se dirige al baño sin encender las luces. Es de suponer que ya tiene los ojos abiertos y se han acostumbrado a la poca claridad de la casa a esas horas, pero no sé en qué momento los ha abierto. 

Unos minutos después de salir de su habitación está entrando en la ducha. No debería hablar de minutos, por respeto a la naturaleza de los hechos. Así que lo mejor es decir que volvemos a encontrarnos con el ritmo de su ceremonia cuando el pijama está sobre la tapa del váter, las zapatillas dispuestas de forma que al salir a la alfombrilla y secarse se las vuelva a poner en un único y sencillo paso hacia delante y ella desnuda, sobre la alfombrilla, probando el agua con la mano. Cuando la temperatura es idónea, se asegura de mojar bien todo el plato de ducha: no le gusta entrar y que esté frío. Entra y se coloca bajo el chorro. La ducha es un lugar para decidir, organizar, resolver. A veces se sorprende a sí misma no recordando si se ha enjabonado y enjuagado ya o todavía no lo ha hecho. Nada más notar el agua por su cara, empieza el baile en su cabeza. Las cosas del trabajo, lo cotidiano, los proyectos de futuro, la lista de la compra, sueños, relaciones. Todo y nada puede ser lo que la ocupe dentro de la ducha.

Sale, se seca y da un paso hasta estar en sus cálidas y suaves zapatillas. Como el agua de la ciudad tiene un sabor que no le acaba de hacer gracia, siempre se lava los dientes al salir de la ducha. Sobretodo por las mañanas, que las horas de sueño se le han quedado marcadas en las papilas gustativas de la misma forma que se marcan las arrugas y dobleces de la sábana de abajo en la piel.

Moja un poco el cepillo con la pasta de dientes ya servida y se mira en el espejo. No ve nada más que vaho, por el tiempo que ha estado en la ducha y la temperatura a la que regula el agua. Pero aún así, mira al espejo. La rugosidad del vapor condensándose sobre el frío espejo y la formación y recorrido de las gotas sobre éste siempre la hipnotiza. Entonces su cerebro se yergue para una de sus partes preferidas del día. Sophie no sabe mucho sobre física, pero observar el espejo la lleva a pensar en cómo se podría modelizar todo ese sistema de temperaturas, superficies, vapores, gotas, surcos y destinos que tienen que ver con lo que tiene ante sí. Al fin y al cabo, todo acaba siendo matemáticas, pese a que haya propiedades físicas que no conozca y sean absolutamente necesarias para su propósito. Le gustaría ser capaz de llegar a las ecuaciones y teoremas que configuren todo lo que la rodea ahora mismo. Poder programar algún método numérico – no confía en que exista una forma de encontrar las soluciones analíticas – que, tomando datos de millones de sensores dispuestos por todo el baño, calculara el lugar en que se va a formar la primera gota – y las que la seguirían – y el camino y alianzas con que se precipitará al filo de abajo del espejo. Enumera los factores que pueden influir en su cabeza. No sigue ningún orden o jerarquía. Va pensando en todo lo que tendría que tener en cuenta para poder construir su modelo predictivo. ¡Es tan complejo! Incluso tendría que tener en cuenta cada uno de sus movimientos y todas las corrientes de aire que pudiera haber (incluyendo su propia respiración), que obligarían al programa a ir recalculando las predicciones tras actualizar – segundo a segundo o recepción a recepción, para no romper la atemporalidad cotidiana de Sophie – todos los datos. Le llevaría muchísimo tiempo, conocimientos nuevos y pruebas y error de la modelización. Datos experimentales. Ayuda de otros colegas. Quizá años o incluso algún discípulo en su vejez para rematarlo todo. Si es que se puede rematar. Y no cree que tuviera ninguna utilidad. Pero lo desea con todas sus ganas. Escupe, se enjuaga, limpia el cepillo y lo deja en su sitio.

Sí, es una buena explicación para la placidez de rostro y la impecable higiene bucal con que ha venido a visitarme.


- Señorita Hinault – digo mientras suelto el instrumental y aparto la luz –, ya estamos. Unos días de molestias y cambio en la rutina alimentaria y se podrá usted olvidar por completo de los problemas que le daba la endemoniada muela del juicio.

domingo, 12 de mayo de 2013

HEART BEAT


Llevo un buen rato en una de esas máquinas del gimnasio en las que corres pero no es correr exactamente lo que haces. No sé cuánto. Como siempre, con la toalla cubro la parte donde está el marcador que cuenta el tiempo objetivo que llevo apretando las plataformas bajo mis pies. El resto de números no me dicen mucho: 3.25, 2.80, 0. Cero. Llevo un rato observando el tranquilo estar de ese cero. Justo encima, acusativa, una pequeña inscripción reza HEART BEAT. Compruebo que las manos están colocadas de forma correcta en las placas metálicas destinadas a captar la frecuencia con que los golpes de sangre bombeados desde mi corazón entran en el callejón sin salida que suponen mis dedos, tocan la pared y vuelven corriendo a su origen para entregar el relevo. Están bien colocadas. Espero por si la máquina está recopilando información y calculando para estimar mi pulso ahora que me he asegurado de estar haciendo bien la parte que me corresponde. Nada. El cero sigue ahí. Y al lado, un estúpido corazón hecho de puntitos rojos de luz (como los números), que parpadea. Sólo falta eso: parpadea al lado del número que indica que el mío no se está moviendo lo más mínimo.

Sigo mirando fijamente la pantallita donde el corazón baila y el número afirma con contundencia. No paro la actividad que estoy realizando ni hago ningún aspaviento porque no me sorprende lo más mínimo.  Hace ya tiempo que debo haber muerto. Sigo merodeando y habitando un mundo similar al de cuando estaba vivo. Todos los detalles están dispuestos para que no note la diferencia. Pero parece ser que el ente que me mantiene aquí, viviendo en el engaño (¿viviendo?), ha cometido dos deslices. El primero, el que acabo de descubrir: no me late el corazón. Parece ser que respiro e incluso sudo. El tío es bueno. Pero lo del corazón es un error demasiado grave. El segundo desliz es algo menos concreto y físico, pero ya lo había notado hace tiempo: la desgana, la falta de ánimo. Vivo sin motivaciones. ¿Vivo? Habito. Basta. Habito sin motivaciones. Sin ganas de nada ni en particular ni en general. Simplemente sigo una serie de costumbres no muy compleja que me aporta leves sensaciones de estar haciendo algo y tener un rumbo. Pero no hay ni rumbo ni sensaciones. Es todo un gran vacío. Como el interior del cero o la oquedad visual y dinámica que deja el estúpido corazón en la fracción de segundo en que las lucecitas que lo componen están apagadas.

Ahora todo me parece irreal. Levanto la mirada y observo a los demás. ¿Serán vivos? ¿Estarán en la misma situación que yo? No lo creo, pero no tengo forma de averiguarlo. Decido que están vivos, me parece más optimista por ellos y nunca me ha faltado optimismo para con los demás. Así también me resulta más fácil seguir a lo mío. Vuelvo al cero y al corazón acusador. Su naturaleza y la mía, ahora mismo, deben ser muy similares. Un pie, luego el otro. Encendido, apagado. Y las manos, quietas sobre las placas que toman el pulso. Fijas como el cero, unidas a él por la falta de impulsos que hay entre ellos. Si éste es el eterno retorno del que hablaba Nietzsche, esto es lo que me espera para toda la et...

- Perdone, debe salir, vamos a cerrar.
- Pero, ¿es que me puedes ver? - la cara de la joven recepcionista acaba de descubrir zonas de movilidad que desconocía y los ojos muestran la sorpresa con que lo ha recibido el cerebro.
- Eh... Claro, ¿por qué no iba a verlo?
- Es que estoy muerto - ya he parado de correr pero sin ser correr. Señalo con un gesto que denota obviedad el cero y el corazón palpitante. La chica tarda un tiempo en decidir si seguir hablando o salir corriendo. Finalmente, recuerda la respuesta y decide que lo importante es el orden en que hacerlo.
- Ah, eso lleva estropeado unas semanas. Creo que está usted vivo. Pruebe en esa otra máquina para comprobarlo, pero no esté mucho tiempo, cerraremos en cinco minutos.

Y se aleja. Sigo su consejo y aguanto la compostura hasta salir a la calle y girar la esquina. Después de todo, parece que fuera a perder la dignidad si rompía a carcajadas o a llorar allí dentro. Así que, ahora que estoy fuera, me digno a dejar que mi vida se salga en forma de sollozos y arritmias violentas en las respiración, de risas y el sabor salado de las lágrimas. Todo ello con el cansancio, que parece que se había escondido en los circuitos corrompidos del pulsómetro de la máquina y ahora me ha abordado de golpe.

martes, 23 de abril de 2013

La imposibilidad de escribir algo surrealista


En momentos así, me gusta pensar que estoy haciendo la fotosíntesis. Suelo hacerlo en días que estoy muy abatido. El sol es algo indispensable. Bueno, me refiero a que el día sea soleado, lo de que el sol es indispensable no sólo afecta al poder hacer la fotosíntesis, sino  también al hecho de ser. Sí, claro, la existencia del sol también depende de otros sucesos que originaron condiciones de esas que los cultos llaman "conditio sine qua non". Y así podríamos seguir hilando - o más bien deshilando - en lo que a mí se me antoja ahora mismo un no parar. Realmente no sé las razones que llevan a los físicos a afirmar que hubo un Big Bang. Me refiero a las razones científicas. La motivación primaria es clara: empezaron a deshilar  y deshilar y se hartaron. Son físicos, pero ante todo, son humanos. Mira, cuando llegue a casa ya tengo algo en lo que entretenerme: leer sobre el Big Bang.

Pero ahora me apetece estar un rato más aquí sentado. Efectivamente, que sea un día soleado es indispensable. Un banco en el que sentarse - orientado de forma que se tenga que cerrar los ojos para descansar la vista de tanta luz, a poder ser - es bastante necesario, también. El sonido ambiental no importa del todo. Con que no llegue a una intensidad tal que no se pueda oir lo que se piensa o no sea de una naturaleza realmente desagradable, es algo circunstancial. Quizás hace que las asociaciones de ideas vayan por un lado o por el otro, pero no es algo que busque estudiar ni que me interese controlar.

Creo que no me dejo ningún ingrediente. Y así estoy ahora: en un banco, manteniendo los ojos cerrados permitiéndome un vistazo al mundo exterior cuando necesito alguna nueva idea por la que empezar o cuando me atasco, notando cómo me baña el sol la cara. Lo bueno de hoy es que hay una brisa algo fría que, junto con el sol, se convierte en una especie de dulzura de seda templada sobre la piel. Y abatido, también lo estoy. Así que hago la fotosíntesis, o lo intento. Consiste en observar o escuchar con atención durante un rato hasta que te surja un pensamiento en la cabeza. No suele costar mucho. Después, cierras los ojos y vas dejando que los pensamientos vayan de un lado para otro. Aquí es donde entra en juego el sol: el leve resplandor que ves pese a tener los ojos cerrados y el calor sobre tu piel te aportan una especie de positivismo que hace que puedas transformar ese abatimiento (que suele ser emocional o intelectual) en energías renovadas.

Pero hoy llevo aquí ya bastante rato y nada. ¿De qué era mi abatimiento? Ah, sí. Resulta que muchos esperan de mí que tenga facilidad para lo surrealista y, sin embargo, llevo días pasándome horas y horas intentando escribir algo surrealista y es que no puedo. No sé de dónde se sacará la gente que tengo que tener facilidad para ello: si será por mi formación, por mi sentido del humor o por mi fijación por escoger las acepciones de las palabras que no cuadran con el contexto dado por mera diversión. Pero la verdad es que claramente se equivocan. Abro los ojos. Por ejemplo, ahí está ese chaval caminando tranquilamente. Sería surrealista que de repente empezara a levitar, muy paulatinamente, como si el suelo se fuera inclinando pero siguiera en el mismo sitio y lo que estuviera haciendo fuera caminar por el aire. Sí, sería surrealista. Habría que pensar si esa capacidad es propia del individuo en cuestión o es algo que podamos aprender todos, que sea potencial en todos, si es adquirido o innato, si el individuo lo provoca o lo sufre,...

Cabría considerar la posibilidad de que fuera algo que sólo se da en este instante, lugar e individuo. Pero eso querría decir que esos valores concretos de los tres parametros existenciales de los que hablamos son especiales y distintos de los demás. Y eso nos lleva a que son el principio de algo, el final de algo o un pliegue o roto en la tela cósmica que se teje infinitamente (o no) de la que formamos parte. De la que todo forma parte. En este caso, el hecho de que el chico levitara creo que sería lo que menos nos debería impresionar, pues seguro que nos esperarían todo tipo de experiencias que contradijeran nuestra lógica (la lógica de un tramado tejido según unas normas, que desaparece cuando hay una anomalía en el lienzo). Sería tan inimaginable (si es que existen grados de inimaginabilidad) lo que se nos estaría viniendo encima que no podría plasmarlo de forma alguna.

En cambio, si el levitar fuera algo de lo que todos somos capaces en potencia, habría que describir (y por tanto encontrar) las aptitudes y actitudes necesarias. No podría simplemente decir que el chico levita y que es él quien ha aprendido. Y decir que todos podríamos aprender. Necesitaría quizá aprender para poder comprenderlo en su totalidad. Esto implicaría parar al chico, sacarlo de su trance ascendente (¿transcendente?) para hacerle preguntas, cosa que probablemente haría que no se pudiera repetir. Y entonces, en este caso, tampoco sería capaz de escribir sobre ello.

¿Qué me quedaría hacer? Escribir “He abierto los ojos y he visto como un chico empezaba a levitar. Él los tenía también abiertos, no era algo tan místico como para que los tuviera cerrados o desprendieran luz, tal y como se suele esperar de alguien levitando. Sin embargo, había algo en su pestañeo que sugería que el ritmo al que fluía el tiempo sufría cierta deformación en la curva que la exitencia actual de aquel chico estaba describiendo. Un leve peso de lentitud en el juntar y separar otra vez los párpados que hacía que uno repitiera el gesto para constatar que no era el mismo tempo el que seguía la curva propia.” Y, ¿a qué me podría llevar esto, más allá de describir el hecho? Con seguridad, a muchas cosas. Pero mi cerebro estaría preguntándose millones de cosas sobre el levitar del chico y cualquier cosa que viniera después sería tan después que quizá ya no tendría sentido escribirla.

Hay veces, muy pocas, pero las hay, en que pese a que todos los factores necesarios estén presentes, no soy capaz de hacer la fotosíntesis. En esos momentos, lo mejor es levantarse e irse. Quizá algún día el mal humor que se acumula en esas pocas ocasiones me haga levitar. No lo creo. Más bien podría levitar después de haber hecho la fotosíntesis por unas horas, porque me siento leve (claro, de ahí la palabra), menos pesado. Pero no es ése el caso de hoy. Así que me levanto y me voy por donde he venido, mirando atentamente el suelo y dejando caer en él toda mi frustración, a ver si es suficiente esa fuerza para contrarrestar la gravedad de la Tierra con la del fruncimiendo de mi entrecejo y pensamientos.

- Perdone, ¿me puede dar la hora, por favor?
- Oh, claro. Pero antes, ¿puede usted masticar un poco de luz y dármela a mí para que me sea más fácil digerirla? O enseñarme a levitar, eso estaría mejor - el chico, tras mantener un par de segundos los ojos muy abiertos, se alejó -. Como si el tiempo fuera algo que se puede dar: "Tome, las cinco y veintisiete minutos de esta tarde de martes para usted. Oh, no, no, no hay de qué". Y es de mí de quien se espera que escriba surrealismo. En fin...

viernes, 5 de abril de 2013

Arte

De joven me enloquecían las canciones cuyos personajes eran llamados con un Mister, Miss o similar y un nombre o adjetivo que sintetizara su personalidad o diera cuenta de aquello por lo que se les escribía una canción. Me sobrecogía la capacidad de síntesis de los músicos de aquellos tiempos y la fuerza que encerraban aquellos apodos. Descubrí que en la literatura, el cine y la televisión también abundaban y me dediqué a estudiarlos. Observé que en las relaciones sociales también eran utilizados, siempre con fines extremos: muy aduladores o de un sarcasmo con pH elevadísimo. En pocos años acabé conociéndolos muy a fondo: estructura - esto es lo más sencillo, ya la he explicado al principio -, tono, intenciones, posibles omisiones, grado de generalidad, color, nivel de salivación al pronunciarlos, fluidez de dicha segregación, sonoridad en los diferentes tipos de iglesia, relación entre fonética y sabor, textura,... Y como todos los estudiosos del arte, también intentaba convertirme a mí mismo en uno de esos artistas a los que tanto conocía. Así que dedicaba mis ratos libres a otorgar este tipo de apodos a las personas. A veces eran personas muy cercanas a mí, a las que conocía muy bien. Gente con quien compartía parte de las rutinas muy frecuentemente. Personajes imaginarios, pero esto sólo cuando estaba en la ducha. Nunca compartía los apodos, claro está. Y mucho menos con los apodados. Era algo que no salía de mi cabeza. Los inventaba, los sometía a todo el estudio que sabía hacer de ellos y, tras las horas de juego y escalada que esto requería, los dejaba reposar por unos días, encuentros, semanas, cortes de pelo o años. Los dejaba reposar para después retomarlos, deshacer los apodos (las personas) en diminutos añicos y volver a montar los adjetivos o nombres que irían detrás del Don o Doña, Miss o Mister, Monsieur o Mademoiselle. Normalmente no coincidía con el apodo anteriormente desmenuzado, hasta que encontraba el apodo ideal para aquella persona. Y en este caso, aunque repitiera el proceso de redestrucción y montaje, obtenía siempre el mismo. El primero con el que me pasó fue Doña Flor. Lo recuerdo perfectamente, fue para mi primera novia, con la que estuve cerca de tres primaveras y un junio algo destartalado. Cuando ella decidió acabar la relación, mi orgullo herido y la tristeza en que me sumió alimentaron a mi artista en potencia y comencé a practicar el arte del apodo. Recuerdo que ideé muchos para ella. Casi todos llenos de odio. No era odio hacia ella, quizá fuera frustración o simplemente la necesidad ancestral de tener mi pataleta sentimental. Sin embargo, en forma de apodo, se convertía en puro odio. Años después, me la crucé por la ciudad - estaba de visita a su familia, pues se había ido a estudiar al extranjero meses después de la ruptura - y su belleza me dejó perplejo. Dios mío, estaba tremendamente preciosa. No la recordaba tan bonita. También su perfume duró unos días incrustado en mi cerebro taladrándolo de placer olfativo. Y entonces, ya pasado el berrinche inicial, ese perfume y recuerdo visual casi mágicos se convirtieron en Doña Flor. Un apodo que representaba su esplendor y encerraba a su vez la realidad que viví en nuestros tiempos de novios: "me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere". Qué buen sabor de apodo. Qué contundencia. Y no hablemos de lo bien que sonaba en las iglesias góticas del sur del país, entre cantado líricamente y gritado, entre un mi mezzo forte de tenor y un "¡la cena!" de madre. Sí, fue una buena obra. Interesante. He creado pocas como ésta, con tanta frescura y tan clásicas a la vez. Tuve una época en que me dio por intentar innovar. Todos los artistas la tienen. Bueno, todos deberían, a mi parecer. En esa época acostumbraba a inventar apodos en que la segunda parte no eran palabras reales (o al menos no lo eran en ningún idioma que yo dominara, claro). Buscaba las características sin el significado. Llegué incluso a obsesionarme y a veces pasaba horas divagando por mis pensamientos contorsionando el rostro cada vez que aparecía alguna palabra conocida entre ellos. Pero claro, eso fueron aires de grandeza de la juventud, que uno se cree que va a descubrir algo que los mayores genios de este arte no han descubierto antes. Siempre he sido muy honesto conmigo mismo como artista. Incluso hice lo que muchos otros no hicieron: creé un apodo para mí mismo. El equivalente a un autorretrato. No fue difícil: Mister Misters. Ése era yo, ésa era mi vida. Durante décadas me ha parecido tan obvio que no he llegado a redestruirlo más de dos o tres veces. Pero hace unos días, encontré un grave error en todo esto. El apodo sintetiza un cierto conjunto de características de un personaje de forma que se pueda comprender la intención que se tiene al hacerlo.  En mi caso, nadie más sabía de mi afición por este arte. Era algo totalmente interno, por lo que si alguien supiera que ése era mi apodo, no podría comprenderlo ni interpretarlo de una forma cercana a lo que encerraban esos dos vocablos. Recordé mis inicios en el arte del apodo: las canciones. Allí todos podíamos entender los rasgos que el artista plasmaba. Entonces, yo no podía ser Mister Misters, era un apodo vacío. Sintentizaba mi vida, pero era totalmente vacío en cuanto a valor artístico. Pero no podía encontrar nada que me describiera mejor. Fue así como entendí que el arte al que había dedicado toda mi vida, en el que me había volcado día y noche, era un arte cruel si se practicaba aislándolo del resto, como era mi caso. Sólo me tranquilizó darme cuenta de que al no haber hecho pública ninguna de mis obras, la única persona que había sentido tal crueldad era yo. Ahora mismo, en lo que creo que es mi último juego de sábanas, estoy contento, pese a todo. Al fin y al cabo, he descubierto algo sobre dicho arte que nadie antes había descubierto o dejado constancia de ello. No he defraudado a aquel joven con aires de grandeza que fui. 

martes, 2 de abril de 2013

La belleza tímida


La belleza tímida siempre me recuerda a los niños. Será porque la timidez me parece algo inocente que la madurez aniquila o deforma. Los niños - y los poetas, entre otros - se sorprenden de aquellas cosas que la costumbre y el cansancio de ser no nos dejan apreciar. Quizá es más bien esto lo que me hace relacionar la belleza tímida con los niños. Y con los poetas, visto así. Es algo natural para nuestros sentidos o razón, algo que tiene que ser así.  Algo que debe ser así. Sin embargo, en algún momento apreciamos la belleza de su sinceridad y sencillez y entonces no podemos apartar los ojos u olfato, paladar o tacto, oído o pensamiento de ellas. Nos sorprende tal belleza. Y sonreímos, y nos sonríe. Como si se tratara de un guiño simpático que nos hace el universo, en su forma infantil, mientras juega a las canicas con los astros o átomos y ve de reojo que nos ha vuelto a coger desprevenidos. Gran juego, las canicas.

Si pienso en ejemplos, la fotografía es el primero que se me ocurre. No me extraña, somos principalmente visuales. La no paisajística tiene como máxima aspiración conseguir este tipo de belleza. Al menos, eso es lo que me parece a mí que hacen los fotógrafos. También ellos son poetas en cierto modo. También son niños. En música, se dan los dos extremos: la belleza tímida y la belleza extrovertida. Más que extrovertida, a veces es belleza exclamada. Erik Satie tocaba el piano mientras veía - se imaginaba - las canicas rodar. Beethoven comprendía la gravedad del asunto, entendía los movimientos, iba más allá del juego y la física, hasta convertir al niño en un profundo adulto. Y las cuerdas y vientos rugían belleza bajo su dirección. Debussy deambulaba de un lado para otro, a veces coloreando las canicas y otras buscando electrones perdidos para reconstruir el Big Bang. La música actual, como la fotografía y al parecer el curso de las artes hoy en día, parece buscar también la timidez en la belleza, o la belleza en la timidez. Se sirve de la intimidad para hacerlo.

La mayoría de las veces es así como se encuentra la belleza tímida. A solas, aislada, mirando muy de cerca o escuchando los silencios entre notas tranquilas. En un poema tan corto de letras que parece vacío - precisamente en esos vacíos -. Otras veces, sin embargo, y éstas son las que más me hacen disfrutar, uno la reconoce cuando de entre los rugidos de las demás bellezas surge un estar - que no es voz, palabra, no reclama el reconocimiento de ser belleza - natural, discreto y tranquilo que ensordece. O más bien enmudece. Con una rotundidad únicamente alcanzable desde la timidez, una rotundidad infantil. De repende, su silencio es el único sonido que te llega. Y sonríes, y el niño te sonríe y lanza símbolos contra símbolos observando cómo saltan chispas - teoremas - y configuraciones - ideas, intuiciones -.

No se puede decidir si son más bellas las canicas o la gravedad. No creo que sea necesario. Son diferentes y la misma cosa a la vez. Belleza, al fin y al cabo. La diferencia es la voz. Si te cruzas con una sinfonía de Beethoven, te inundará su "¡YO SOY TODO BELLEZA!" como respuesta a una pregunta que no has tenido tiempo de hacer. En cambio, si te encuentras con una belleza tímida, como ella o la distribución de colores - observada a un suspiro de distancia - de la arena de la playa, deberás interrogarla intensamente para obtener respuesta. "Yo soy...", dirá con cara de niño que estaba demasiado distraído como para saber qué había preguntado el maestro, "...todo...", buscando una salvación de pista en la pizarra y en la mirada de los compañeros que han sabido responder, "...¿yo?", dirá finalmente sonriendo con cara de haber dicho algo tan natural y sencillo que no parece una respuesta: "Yo soy todo yo, yo soy".

lunes, 25 de marzo de 2013

Ciudad

Caras y caras y caras y caras y caras y caras y más caras. ¿Coches? No, a mí me gusta caminar. Caras y caras. La ciudad. Y caras. Debajo el cuello hasta los hombros. Y sobre los hombros, columnas de responsabilidades, palabras, números. Y entre todo eso, como teoremas que le den sentido y dirección - hacia el cielo, quizá con un poco de inclinación que obliga al cuerpo a compensarlo sufridamente -, más caras. Por la mañana, caras que emergen del océano de suelo y cuerpos anunciándote la vida que avanza sumergida. Me gusta figurarme cómo debe ser el resto del iceberg. Miro la cara, supongo la columna e invento la vida submarina. Pero al fin y al cabo, lo único que hay son caras flotando. Algunas cansadas, otras decididas, enfadadas, espirituales o con un agujero en la punta del calcetín del pie derecho. Eso sucede. Caras erguidas o con papada anímica. Caras. Hay casos en los que no tienes que suponer la columna ni inventar la parte sumergida. Conoces fragmentos. En esos casos, prefiero hablar de rostros. Rostros, amigos, familiares, rostros. Te recuerdan que perteneces a algún sitio, el gran pedazo de hielo del que te desprendiste, los icebergs con los que has navegado – flotado - temporalmente. Rostros y sus columnas, que se enredan con la tuya y son visibles. Hombros bellos sobre los que los colores acompañan el espacio vacío entre agua – calles – y cielo – nubes, a veces -. Y bajo la superficie, grandes masas de gélida vida que te rozan salvando el mar, cambiando tu rumbo, tu velocidad. Rostros. A través del cristal de la cafetería de al lado de tu casa, sonrientes, mientras preparan vitaminas para los hombros que esperan sentados. Tú también sonríes, porque a ti no te las dan en vaso ni en plato, sino en forma de perturbación en la corriente de la nada superacuática, que imprimen agitando la mano. Rostros. En tu trabajo o en clase, oliendo las mismas ideas y urdiendo las mismas gaviotas que tú. Por la noche, tarde, cuando lo único que necesitas es meter tu columna bajo las sábanas y enroscarla alrededor de los sueños, para que hombros y calcetines – agujereados o no – descansen, rostros. En la tienda en la que compras chocolate para convencer a la parte sumergida de guardar silencio hasta que te duermas. Rostros, como ya he dicho, caras al fin y al cabo, pero de las que hacen que entre el océano y el espacio haya una masa sobre la que tu columna flota un poco y parece menos pesada sobre tus hombros. Te quitas las sábanas de encima, te metes bajo el agua para desenredarte y sales a la calle. En pocos pasos la verticalidad de tu vida dice “ésta soy yo”. Y nadas. Entre caras y más caras. ¿Qué es el mar sino caras derretidas, recuerdos y partes de unos y otros? Una gran cara. Un gran rostro. No, tampoco me convence. Una gran faz. Y sobre ella, caras y rostros y hombros. Algún dedo gordo de pie que otro asoma y tú sonríes. Cruza la calle y agita la mano.

lunes, 18 de marzo de 2013

Papel mojado


Se acurrucó en un rincón y lloró. Durante horas, quizá días. Lloraba, y cuanto más lo hacía, más subía el nivel de su tristeza. Ya había alcanzado su barbilla, así que decidió ponerse de pie. Ahora estaba mejor, al menos en cuanto a la sensación de ahogo: el pesar sólo le llegaba unos centímetros por encima de las rodillas. Pero no podía dejar de llorar y pronto los libros que había sobre la mesita de noche acabaron cubiertos. Ya no los podría acabar de leer, pensó. Era una pena, había uno en particular que le estaba gustando mucho, pensó. Otra pena, más pena, como si no tuviera bastante, pensó. Y no tardó mucho la tristeza en crear realidades desplazadas respecto a la que había por encima de su ombligo al trepar por el espejo del tocador. Llegó en breve a sus clavículas: puede que tardara un par de pensamientos más, una noche, cuatro cartas en el buzón y pico.

Sus pronunciadas clavículas, clavículas, dice en voz alta. Y ríe. Pero aún sigue llorando, así que deja de reír. Además, la tristeza pronto le llenará la boca y sabe que si le vuelve a los ojos ya no podrá hacer nada. Entonces dejaré de llorar, piensa. Mira la puerta, abierta de par en par. ¿Cómo puede estar la habitación inundándose con mis penas si está la puerta abierta?, piensa. Y vuelve a reír, porque no entiende cómo ha acabado así. A carcajadas. Con un ruido explosivo, que hace que la masa de tristeza se desplome por las escaleras. Se acerca a la mesita de noche, coge los libros – ¿qué hacen todavía ahí con la corriente que ha habido?, ríe – , abre el balcón y los tiende en las cuerdas. Va a por la escoba y mientras barre los restos de su desconsuelo escaleras abajo y hasta la calle va calmando su risa y convirtiéndola en tranquilidad. Lo mejor será volver a comprar los libros, piensa.

viernes, 8 de marzo de 2013

El observador


La mujer desfila erguida. Parece que todos sus movimientos han estado planificados por matemáticos y artistas para que se ajusten a un patrón de belleza y equilibrio que hace que el estudio de la simetría y la proporcionalidad sea un juego de niños. El perro baila con ella. La correa que los une parece la materialización de ese vínculo que supone responder a las mismas ecuaciones. Es sencillamente una forma de que los demás podamos entender que se rigen por las mismas leyes, como cuando en los libros de texto dibujan las órbitas de los planetas en las ilustraciones del Sistema Solar. Como cuando al resolver problemas geométricos dibujamos los puntos y las rectas como objetos bidimensionales - tridimensionales, si me apuras - , pese a que no lo sean, por el simple hecho de que ésa es la única forma que tenemos de verlos fuera de nuestra cabeza. Yo nunca he sido muy elegante. Y no me refiero a la forma de moverme, o a la apariencia. Tampoco al lenguaje o la expresión artística. Nunca he sido muy elegante, nunca mi existencia ha mostrado cierta elegancia en su transcurrir.

En un momento dado - el justo, el momento dado -, el perro llega a lo que parece una especie de remolino en el campo de elegancia que los guía y se desvía para acercarse a un magnífico árbol. No es un árbol. Es el árbol. La música cósmica para la que está confeccionada su coreografía parece estar llegando a un punto de inflexión. Parece acercarse a una leve pausa llena de tranquilidad, pero también de espera por lo que vendrá después. El perro micciona sobre el pie del tronco del árbol - hemos quedado en que es el árbol - durante esa pausa, también de una forma agraciada. Tras esto, hay unos segundos de deliberación armónica - posicional -. El hecho de que la correa no haya estado en ningún momento tensa me hace reafirmarme sobre mi concepción de ésta como una mera forma de poner de manifiesto la elegancia que los une para el resto de mortales o inanimados. Y cuando el perro vuelve a ocupar su lugar, reemprenden su marcha, como si se tratara de la reexposición final del tema principal. Parece que hay pequeñas variaciones, sobre todo en el carácter. Más alegre, festivo, contundente.

Así se alejan, y de su paso parece que los únicos testigos somos el árbol y yo. Admiro este tipo de árboles. El árbol es, en concreto, un plátano. Bueno, muy concreto no estoy siendo, porque recuerdo haber leído algo sobre la gran variedad de esa familia o conjunto de familias. Sigo con la mirada - que había vuelto al punto en que el árbol había sido testigo - el tronco, grueso, claro y con trozos de corteza aislados y dotados - ellos no, su sitiación - de una aleatoriedad digna de tener nombre propio y ser objeto de investigación en las lineas actuales de estudio de la probabilidad y la estadística. Al llegar a sus ramas, soy testigo del desprendimiento de una hoja. Estaba temblando, si bien no físicamente, al menos su esencia de parte de un ser vivo. Estaba temblando desde que supo que estaba muriendo a la espera de ese preciso instante. El instante. Y entonces ha dejado de temblar ante mis ojos. Ahora se desliza entre los rizos del aire. Baja con una elegancia magnífica, dotado a su vez de otra de esas aleatoriedades que me estrujan el cerebro y el alma haciendo que sienta algo entre congoja y alegría. Alegría al intuirlas por poder constatar que el universo tiene una hermosura - que podríamos llamar metabelleza - superior a todo lo que podríamos imaginar pero que está en todo lo que no nos hace falta ni imaginar. Congoja de no poder conocer esta aleatoriedad siendo mecido por su flujo, como el baile de la mujer y el perro o el caer de la hoja. 

Así se puede decir que estoy yo ahora: temblando, esperando que me llegue el final. El médico me ha descubierto que formo parte de un árbol de hoja caduca y llega la época del deshoje y ahora tiemblo. Quizás no tiemble mi cuerpo, pero sí que lo hace mi esencia de ser vivo. Estoy aterrado esperando que llegue el instante en que me desprenda del árbol. Espero después comprender la aleatoriedad de todos esos campos físicos, matemáticos, artísticos, sensitivos que he intuido en las cortezas de los árboles, el andar de las personas, las alteraciones del clima o el maullido de los gatos. Espero comprenderla de la misma forma que la hoja ha comprendido el flujo del aire, su música, su ritmo, mezcla de timbres y colores, su armonía. Espero comprenderla en una elegante, tranquila y vana caída tras el desprendimiento, que me lleve a algún suelo donde sirva de alimento para otras vidas bellas o fructíferas o asalvajadas o simplemente vidas, como la hoja, que ahora mismo ha llegado al suelo de la misma forma con que los bebés encuentran el sueño. No hablo de mi cuerpo. No es ningún misterio por qué se va a desprender mi cuerpo del árbol y cuál es el camino que va a realizar. Y eso, al menos para mí, carece de la belleza necesaria para acongojarse y alegrarse. No, no es ése mi temblor ni tampoco la esperanza que hace que no llegue a ser un temblor físico. 
Me levanto y pongo rumbo a casa notando cómo mi tiritera interna hace que mi andar sea menos elegante, si cabe. Definitivamente, no soy elegante en la mayor parte de aspectos. Quizá sí se puede considerar elegante en cierto modo mi forma de observar. Así que seguiré observando mientras tiemblo a la espera de ese preciso instante. Recuerdo la hoja. Espero el instante. Ese precioso instante.

lunes, 4 de marzo de 2013

El desierto bajo la ciudad


Hoy cuando iba en el metro me ha pasado algo. No estoy seguro de que los pronombres sean exactamente esos, pero creo que lo mejor es escribirlo todo de un tirón y ya se verá. Como decía, iba en el metro. Iba leyendo, como casi siempre, aunque al cerrar el libro cerca del final del trayecto me he asegurado de poner el marcapáginas en el lugar donde estaba antes de subir al metro porque no me había enterado de nada de lo que había repasado con la vista - cosa que, debo confesar, también me pasa muy a menudo-.

Nada era, pues, diferente al resto de días. También entre párrafo y párrafo levantaba la vista para inspeccionar a la gente del vagón. No es que los inspeccione, simplemente acudo a las luces de los carteles de encima de las puertas pensando que me voy a pasar de parada y ya que estoy miro con curiosidad cómo es el mundo fuera del libro (o de los pensamientos que me distraen del libro).

La gente del vagón entraba en la descripción que cabía esperar dada la zona de la ciudad por la que pasaba y la hora, nada importante. A unos metros de mí - no directamente encarada a mí pero sí se podría decir que con gran presencia del uno en el campo visual del otro - había una chica pelirroja. Era bastante mona y su mirada divagaba por el suelo y el resto de la estructura del tren. Alguna de las veces en que acababa de pronunciar en mi cabeza las palabras que conformaban un párrafo y levantaba la vista, nuestras miradas se habían cruzado - cosa nada fuera de los normal, comentada anteriormente la situación entre nosotros y nuestros campos visuales -.

A dos o tres paradas de mi destino, del vagón anterior al nuestro ha bajado una familia (parecían extranjeros) y los niños iban trotando, parecían alegres. Al sonar el pito repetitivo que avisa del inminente cierre de puertas, uno de los niños ha hecho una imitación de éste como si fuera uno de esos indios de las películas del oeste que gritan mientras se tapan y destapan la boca con la palma de la mano. La verdad es que la afinación y el timbre eran muy cercanos a los de la alarma de las puertas y también era una buena imitación por la parte amerindia de la comparación.

A veces me cuesta disimular mis reacciones cuando voy en el metro. Por todos es sabido que para ir en el metro se debe tener un semblante que represente un estado de ánimo gris, cansado y rutinario. Yo soy de los que se olvidan momentáneamente de este acuerdo implícito y se ríen alertando a los demás de su falta de educación. Así pues, me he reído y esta vez ha habido incluso sonido y espasmos de la musculatura de mi tronco. Al darme cuenta y ser capaz de reducirlo todo únicamente a la sonrisa, he inspeccionado -otra vez este verbo me parece demasiado exagerado para la acción que pretendo expresar, pero no encuentro otro más adecuado - a mis compañeros de vagón y al llegar a la chica pelirroja he visto que también reía y que parecía haberme visto reír.

Ha sido un segundo de complicidad. Después, ella ha vuelto al estudio de la estructura del tren - llevaba una carpeta que bien podía haber recibido al matricular alguna ingeniería o arquitectura - y yo he vuelto a mi libro. Entonces, el motivo por el cuál no leía lo que leía ha pasado a ser el porqué de no haber caído nunca en ese símil que para el niño alegre que iba al trote había sido tan evidente. He imaginado, al volver a oír el pitido, que ahora cada vez que pasara pensaría que era un asalto al convoy por los indios de alguna tribu del desierto que atravesábamos. De vez en cuando volvía a cruzar alguna mirada y sonrisa con la chica pelirroja (ya se sabe que transgredir una norma con un espectador y cómplice que también lo hace es de lo más divertido) y me he dado cuenta volviendo a sonreír del detalle de compartir el humor de aquel símil entre el sonido de aviso (que va acompañado del parpadeo de una luz roja encima de cada puerta) y los gritos de los pieles rojas con una pelirroja.

Así es como he acabado cerrando el libro y me he abandonado a la disquisición humorística y visual en torno al rojo y los asaltos de convoyes. Tal y como lo estoy contando, parece un gran trayecto, pero como ya he dicho, era cosa de dos o tres paradas únicamente. Así que tan pronto como he empezado a disfrutar, me he tenido que levantar y me he situado delante de la puerta para salir. Ésta estaba justo al lado del asiento que ocupada la chica taheña, así que me he pasado los segundos que faltaban hasta que pudiera abrir la puerta mirándola. Al final, ella me ha mirado, me ha sonreído y casi me encierran los indios en el tren. Creo incluso haberle dicho "adiós" acompañando la palabra con una leve inclinación de la cabeza, quebrantando de esta forma otra de las reglas no dichas pero universalmente sabidas del uso del metro como medio de transporte.

Por cierto, ya he logrado solucionar el problema de los pronombres de la primera oración: faltaba un "se". Y era la oportunidad.