viernes, 8 de marzo de 2013

El observador


La mujer desfila erguida. Parece que todos sus movimientos han estado planificados por matemáticos y artistas para que se ajusten a un patrón de belleza y equilibrio que hace que el estudio de la simetría y la proporcionalidad sea un juego de niños. El perro baila con ella. La correa que los une parece la materialización de ese vínculo que supone responder a las mismas ecuaciones. Es sencillamente una forma de que los demás podamos entender que se rigen por las mismas leyes, como cuando en los libros de texto dibujan las órbitas de los planetas en las ilustraciones del Sistema Solar. Como cuando al resolver problemas geométricos dibujamos los puntos y las rectas como objetos bidimensionales - tridimensionales, si me apuras - , pese a que no lo sean, por el simple hecho de que ésa es la única forma que tenemos de verlos fuera de nuestra cabeza. Yo nunca he sido muy elegante. Y no me refiero a la forma de moverme, o a la apariencia. Tampoco al lenguaje o la expresión artística. Nunca he sido muy elegante, nunca mi existencia ha mostrado cierta elegancia en su transcurrir.

En un momento dado - el justo, el momento dado -, el perro llega a lo que parece una especie de remolino en el campo de elegancia que los guía y se desvía para acercarse a un magnífico árbol. No es un árbol. Es el árbol. La música cósmica para la que está confeccionada su coreografía parece estar llegando a un punto de inflexión. Parece acercarse a una leve pausa llena de tranquilidad, pero también de espera por lo que vendrá después. El perro micciona sobre el pie del tronco del árbol - hemos quedado en que es el árbol - durante esa pausa, también de una forma agraciada. Tras esto, hay unos segundos de deliberación armónica - posicional -. El hecho de que la correa no haya estado en ningún momento tensa me hace reafirmarme sobre mi concepción de ésta como una mera forma de poner de manifiesto la elegancia que los une para el resto de mortales o inanimados. Y cuando el perro vuelve a ocupar su lugar, reemprenden su marcha, como si se tratara de la reexposición final del tema principal. Parece que hay pequeñas variaciones, sobre todo en el carácter. Más alegre, festivo, contundente.

Así se alejan, y de su paso parece que los únicos testigos somos el árbol y yo. Admiro este tipo de árboles. El árbol es, en concreto, un plátano. Bueno, muy concreto no estoy siendo, porque recuerdo haber leído algo sobre la gran variedad de esa familia o conjunto de familias. Sigo con la mirada - que había vuelto al punto en que el árbol había sido testigo - el tronco, grueso, claro y con trozos de corteza aislados y dotados - ellos no, su sitiación - de una aleatoriedad digna de tener nombre propio y ser objeto de investigación en las lineas actuales de estudio de la probabilidad y la estadística. Al llegar a sus ramas, soy testigo del desprendimiento de una hoja. Estaba temblando, si bien no físicamente, al menos su esencia de parte de un ser vivo. Estaba temblando desde que supo que estaba muriendo a la espera de ese preciso instante. El instante. Y entonces ha dejado de temblar ante mis ojos. Ahora se desliza entre los rizos del aire. Baja con una elegancia magnífica, dotado a su vez de otra de esas aleatoriedades que me estrujan el cerebro y el alma haciendo que sienta algo entre congoja y alegría. Alegría al intuirlas por poder constatar que el universo tiene una hermosura - que podríamos llamar metabelleza - superior a todo lo que podríamos imaginar pero que está en todo lo que no nos hace falta ni imaginar. Congoja de no poder conocer esta aleatoriedad siendo mecido por su flujo, como el baile de la mujer y el perro o el caer de la hoja. 

Así se puede decir que estoy yo ahora: temblando, esperando que me llegue el final. El médico me ha descubierto que formo parte de un árbol de hoja caduca y llega la época del deshoje y ahora tiemblo. Quizás no tiemble mi cuerpo, pero sí que lo hace mi esencia de ser vivo. Estoy aterrado esperando que llegue el instante en que me desprenda del árbol. Espero después comprender la aleatoriedad de todos esos campos físicos, matemáticos, artísticos, sensitivos que he intuido en las cortezas de los árboles, el andar de las personas, las alteraciones del clima o el maullido de los gatos. Espero comprenderla de la misma forma que la hoja ha comprendido el flujo del aire, su música, su ritmo, mezcla de timbres y colores, su armonía. Espero comprenderla en una elegante, tranquila y vana caída tras el desprendimiento, que me lleve a algún suelo donde sirva de alimento para otras vidas bellas o fructíferas o asalvajadas o simplemente vidas, como la hoja, que ahora mismo ha llegado al suelo de la misma forma con que los bebés encuentran el sueño. No hablo de mi cuerpo. No es ningún misterio por qué se va a desprender mi cuerpo del árbol y cuál es el camino que va a realizar. Y eso, al menos para mí, carece de la belleza necesaria para acongojarse y alegrarse. No, no es ése mi temblor ni tampoco la esperanza que hace que no llegue a ser un temblor físico. 
Me levanto y pongo rumbo a casa notando cómo mi tiritera interna hace que mi andar sea menos elegante, si cabe. Definitivamente, no soy elegante en la mayor parte de aspectos. Quizá sí se puede considerar elegante en cierto modo mi forma de observar. Así que seguiré observando mientras tiemblo a la espera de ese preciso instante. Recuerdo la hoja. Espero el instante. Ese precioso instante.

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