lunes, 4 de marzo de 2013

El desierto bajo la ciudad


Hoy cuando iba en el metro me ha pasado algo. No estoy seguro de que los pronombres sean exactamente esos, pero creo que lo mejor es escribirlo todo de un tirón y ya se verá. Como decía, iba en el metro. Iba leyendo, como casi siempre, aunque al cerrar el libro cerca del final del trayecto me he asegurado de poner el marcapáginas en el lugar donde estaba antes de subir al metro porque no me había enterado de nada de lo que había repasado con la vista - cosa que, debo confesar, también me pasa muy a menudo-.

Nada era, pues, diferente al resto de días. También entre párrafo y párrafo levantaba la vista para inspeccionar a la gente del vagón. No es que los inspeccione, simplemente acudo a las luces de los carteles de encima de las puertas pensando que me voy a pasar de parada y ya que estoy miro con curiosidad cómo es el mundo fuera del libro (o de los pensamientos que me distraen del libro).

La gente del vagón entraba en la descripción que cabía esperar dada la zona de la ciudad por la que pasaba y la hora, nada importante. A unos metros de mí - no directamente encarada a mí pero sí se podría decir que con gran presencia del uno en el campo visual del otro - había una chica pelirroja. Era bastante mona y su mirada divagaba por el suelo y el resto de la estructura del tren. Alguna de las veces en que acababa de pronunciar en mi cabeza las palabras que conformaban un párrafo y levantaba la vista, nuestras miradas se habían cruzado - cosa nada fuera de los normal, comentada anteriormente la situación entre nosotros y nuestros campos visuales -.

A dos o tres paradas de mi destino, del vagón anterior al nuestro ha bajado una familia (parecían extranjeros) y los niños iban trotando, parecían alegres. Al sonar el pito repetitivo que avisa del inminente cierre de puertas, uno de los niños ha hecho una imitación de éste como si fuera uno de esos indios de las películas del oeste que gritan mientras se tapan y destapan la boca con la palma de la mano. La verdad es que la afinación y el timbre eran muy cercanos a los de la alarma de las puertas y también era una buena imitación por la parte amerindia de la comparación.

A veces me cuesta disimular mis reacciones cuando voy en el metro. Por todos es sabido que para ir en el metro se debe tener un semblante que represente un estado de ánimo gris, cansado y rutinario. Yo soy de los que se olvidan momentáneamente de este acuerdo implícito y se ríen alertando a los demás de su falta de educación. Así pues, me he reído y esta vez ha habido incluso sonido y espasmos de la musculatura de mi tronco. Al darme cuenta y ser capaz de reducirlo todo únicamente a la sonrisa, he inspeccionado -otra vez este verbo me parece demasiado exagerado para la acción que pretendo expresar, pero no encuentro otro más adecuado - a mis compañeros de vagón y al llegar a la chica pelirroja he visto que también reía y que parecía haberme visto reír.

Ha sido un segundo de complicidad. Después, ella ha vuelto al estudio de la estructura del tren - llevaba una carpeta que bien podía haber recibido al matricular alguna ingeniería o arquitectura - y yo he vuelto a mi libro. Entonces, el motivo por el cuál no leía lo que leía ha pasado a ser el porqué de no haber caído nunca en ese símil que para el niño alegre que iba al trote había sido tan evidente. He imaginado, al volver a oír el pitido, que ahora cada vez que pasara pensaría que era un asalto al convoy por los indios de alguna tribu del desierto que atravesábamos. De vez en cuando volvía a cruzar alguna mirada y sonrisa con la chica pelirroja (ya se sabe que transgredir una norma con un espectador y cómplice que también lo hace es de lo más divertido) y me he dado cuenta volviendo a sonreír del detalle de compartir el humor de aquel símil entre el sonido de aviso (que va acompañado del parpadeo de una luz roja encima de cada puerta) y los gritos de los pieles rojas con una pelirroja.

Así es como he acabado cerrando el libro y me he abandonado a la disquisición humorística y visual en torno al rojo y los asaltos de convoyes. Tal y como lo estoy contando, parece un gran trayecto, pero como ya he dicho, era cosa de dos o tres paradas únicamente. Así que tan pronto como he empezado a disfrutar, me he tenido que levantar y me he situado delante de la puerta para salir. Ésta estaba justo al lado del asiento que ocupada la chica taheña, así que me he pasado los segundos que faltaban hasta que pudiera abrir la puerta mirándola. Al final, ella me ha mirado, me ha sonreído y casi me encierran los indios en el tren. Creo incluso haberle dicho "adiós" acompañando la palabra con una leve inclinación de la cabeza, quebrantando de esta forma otra de las reglas no dichas pero universalmente sabidas del uso del metro como medio de transporte.

Por cierto, ya he logrado solucionar el problema de los pronombres de la primera oración: faltaba un "se". Y era la oportunidad.

6 comentarios:

  1. Quizás la oportunidad vuelva, esta vez, que no se escape (y si lo hace, ella habrá perdido una gran oportunidad).

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  2. Me gusta, no, me encanta.
    Buen relato, me he metido en tu piel y he disfrutado el viaje. Por cierto, inspeccionar esta bien viniendo de ti matemático pero es simplemente observar diría yo, q es mas leve y menos intrusivo xD.

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    1. Lo del verbo... He puesto inspeccionar de buenas a primeras, luego he cambiado a observar o algo así. Pero al final, me ha hecho gracia dejar inspeccionar y jugar un poco. Intrusivo... me gusta! jajaja

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  3. Muy buen relato y fantástico el final :)

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