lunes, 25 de marzo de 2013

Ciudad

Caras y caras y caras y caras y caras y caras y más caras. ¿Coches? No, a mí me gusta caminar. Caras y caras. La ciudad. Y caras. Debajo el cuello hasta los hombros. Y sobre los hombros, columnas de responsabilidades, palabras, números. Y entre todo eso, como teoremas que le den sentido y dirección - hacia el cielo, quizá con un poco de inclinación que obliga al cuerpo a compensarlo sufridamente -, más caras. Por la mañana, caras que emergen del océano de suelo y cuerpos anunciándote la vida que avanza sumergida. Me gusta figurarme cómo debe ser el resto del iceberg. Miro la cara, supongo la columna e invento la vida submarina. Pero al fin y al cabo, lo único que hay son caras flotando. Algunas cansadas, otras decididas, enfadadas, espirituales o con un agujero en la punta del calcetín del pie derecho. Eso sucede. Caras erguidas o con papada anímica. Caras. Hay casos en los que no tienes que suponer la columna ni inventar la parte sumergida. Conoces fragmentos. En esos casos, prefiero hablar de rostros. Rostros, amigos, familiares, rostros. Te recuerdan que perteneces a algún sitio, el gran pedazo de hielo del que te desprendiste, los icebergs con los que has navegado – flotado - temporalmente. Rostros y sus columnas, que se enredan con la tuya y son visibles. Hombros bellos sobre los que los colores acompañan el espacio vacío entre agua – calles – y cielo – nubes, a veces -. Y bajo la superficie, grandes masas de gélida vida que te rozan salvando el mar, cambiando tu rumbo, tu velocidad. Rostros. A través del cristal de la cafetería de al lado de tu casa, sonrientes, mientras preparan vitaminas para los hombros que esperan sentados. Tú también sonríes, porque a ti no te las dan en vaso ni en plato, sino en forma de perturbación en la corriente de la nada superacuática, que imprimen agitando la mano. Rostros. En tu trabajo o en clase, oliendo las mismas ideas y urdiendo las mismas gaviotas que tú. Por la noche, tarde, cuando lo único que necesitas es meter tu columna bajo las sábanas y enroscarla alrededor de los sueños, para que hombros y calcetines – agujereados o no – descansen, rostros. En la tienda en la que compras chocolate para convencer a la parte sumergida de guardar silencio hasta que te duermas. Rostros, como ya he dicho, caras al fin y al cabo, pero de las que hacen que entre el océano y el espacio haya una masa sobre la que tu columna flota un poco y parece menos pesada sobre tus hombros. Te quitas las sábanas de encima, te metes bajo el agua para desenredarte y sales a la calle. En pocos pasos la verticalidad de tu vida dice “ésta soy yo”. Y nadas. Entre caras y más caras. ¿Qué es el mar sino caras derretidas, recuerdos y partes de unos y otros? Una gran cara. Un gran rostro. No, tampoco me convence. Una gran faz. Y sobre ella, caras y rostros y hombros. Algún dedo gordo de pie que otro asoma y tú sonríes. Cruza la calle y agita la mano.

lunes, 18 de marzo de 2013

Papel mojado


Se acurrucó en un rincón y lloró. Durante horas, quizá días. Lloraba, y cuanto más lo hacía, más subía el nivel de su tristeza. Ya había alcanzado su barbilla, así que decidió ponerse de pie. Ahora estaba mejor, al menos en cuanto a la sensación de ahogo: el pesar sólo le llegaba unos centímetros por encima de las rodillas. Pero no podía dejar de llorar y pronto los libros que había sobre la mesita de noche acabaron cubiertos. Ya no los podría acabar de leer, pensó. Era una pena, había uno en particular que le estaba gustando mucho, pensó. Otra pena, más pena, como si no tuviera bastante, pensó. Y no tardó mucho la tristeza en crear realidades desplazadas respecto a la que había por encima de su ombligo al trepar por el espejo del tocador. Llegó en breve a sus clavículas: puede que tardara un par de pensamientos más, una noche, cuatro cartas en el buzón y pico.

Sus pronunciadas clavículas, clavículas, dice en voz alta. Y ríe. Pero aún sigue llorando, así que deja de reír. Además, la tristeza pronto le llenará la boca y sabe que si le vuelve a los ojos ya no podrá hacer nada. Entonces dejaré de llorar, piensa. Mira la puerta, abierta de par en par. ¿Cómo puede estar la habitación inundándose con mis penas si está la puerta abierta?, piensa. Y vuelve a reír, porque no entiende cómo ha acabado así. A carcajadas. Con un ruido explosivo, que hace que la masa de tristeza se desplome por las escaleras. Se acerca a la mesita de noche, coge los libros – ¿qué hacen todavía ahí con la corriente que ha habido?, ríe – , abre el balcón y los tiende en las cuerdas. Va a por la escoba y mientras barre los restos de su desconsuelo escaleras abajo y hasta la calle va calmando su risa y convirtiéndola en tranquilidad. Lo mejor será volver a comprar los libros, piensa.

viernes, 8 de marzo de 2013

El observador


La mujer desfila erguida. Parece que todos sus movimientos han estado planificados por matemáticos y artistas para que se ajusten a un patrón de belleza y equilibrio que hace que el estudio de la simetría y la proporcionalidad sea un juego de niños. El perro baila con ella. La correa que los une parece la materialización de ese vínculo que supone responder a las mismas ecuaciones. Es sencillamente una forma de que los demás podamos entender que se rigen por las mismas leyes, como cuando en los libros de texto dibujan las órbitas de los planetas en las ilustraciones del Sistema Solar. Como cuando al resolver problemas geométricos dibujamos los puntos y las rectas como objetos bidimensionales - tridimensionales, si me apuras - , pese a que no lo sean, por el simple hecho de que ésa es la única forma que tenemos de verlos fuera de nuestra cabeza. Yo nunca he sido muy elegante. Y no me refiero a la forma de moverme, o a la apariencia. Tampoco al lenguaje o la expresión artística. Nunca he sido muy elegante, nunca mi existencia ha mostrado cierta elegancia en su transcurrir.

En un momento dado - el justo, el momento dado -, el perro llega a lo que parece una especie de remolino en el campo de elegancia que los guía y se desvía para acercarse a un magnífico árbol. No es un árbol. Es el árbol. La música cósmica para la que está confeccionada su coreografía parece estar llegando a un punto de inflexión. Parece acercarse a una leve pausa llena de tranquilidad, pero también de espera por lo que vendrá después. El perro micciona sobre el pie del tronco del árbol - hemos quedado en que es el árbol - durante esa pausa, también de una forma agraciada. Tras esto, hay unos segundos de deliberación armónica - posicional -. El hecho de que la correa no haya estado en ningún momento tensa me hace reafirmarme sobre mi concepción de ésta como una mera forma de poner de manifiesto la elegancia que los une para el resto de mortales o inanimados. Y cuando el perro vuelve a ocupar su lugar, reemprenden su marcha, como si se tratara de la reexposición final del tema principal. Parece que hay pequeñas variaciones, sobre todo en el carácter. Más alegre, festivo, contundente.

Así se alejan, y de su paso parece que los únicos testigos somos el árbol y yo. Admiro este tipo de árboles. El árbol es, en concreto, un plátano. Bueno, muy concreto no estoy siendo, porque recuerdo haber leído algo sobre la gran variedad de esa familia o conjunto de familias. Sigo con la mirada - que había vuelto al punto en que el árbol había sido testigo - el tronco, grueso, claro y con trozos de corteza aislados y dotados - ellos no, su sitiación - de una aleatoriedad digna de tener nombre propio y ser objeto de investigación en las lineas actuales de estudio de la probabilidad y la estadística. Al llegar a sus ramas, soy testigo del desprendimiento de una hoja. Estaba temblando, si bien no físicamente, al menos su esencia de parte de un ser vivo. Estaba temblando desde que supo que estaba muriendo a la espera de ese preciso instante. El instante. Y entonces ha dejado de temblar ante mis ojos. Ahora se desliza entre los rizos del aire. Baja con una elegancia magnífica, dotado a su vez de otra de esas aleatoriedades que me estrujan el cerebro y el alma haciendo que sienta algo entre congoja y alegría. Alegría al intuirlas por poder constatar que el universo tiene una hermosura - que podríamos llamar metabelleza - superior a todo lo que podríamos imaginar pero que está en todo lo que no nos hace falta ni imaginar. Congoja de no poder conocer esta aleatoriedad siendo mecido por su flujo, como el baile de la mujer y el perro o el caer de la hoja. 

Así se puede decir que estoy yo ahora: temblando, esperando que me llegue el final. El médico me ha descubierto que formo parte de un árbol de hoja caduca y llega la época del deshoje y ahora tiemblo. Quizás no tiemble mi cuerpo, pero sí que lo hace mi esencia de ser vivo. Estoy aterrado esperando que llegue el instante en que me desprenda del árbol. Espero después comprender la aleatoriedad de todos esos campos físicos, matemáticos, artísticos, sensitivos que he intuido en las cortezas de los árboles, el andar de las personas, las alteraciones del clima o el maullido de los gatos. Espero comprenderla de la misma forma que la hoja ha comprendido el flujo del aire, su música, su ritmo, mezcla de timbres y colores, su armonía. Espero comprenderla en una elegante, tranquila y vana caída tras el desprendimiento, que me lleve a algún suelo donde sirva de alimento para otras vidas bellas o fructíferas o asalvajadas o simplemente vidas, como la hoja, que ahora mismo ha llegado al suelo de la misma forma con que los bebés encuentran el sueño. No hablo de mi cuerpo. No es ningún misterio por qué se va a desprender mi cuerpo del árbol y cuál es el camino que va a realizar. Y eso, al menos para mí, carece de la belleza necesaria para acongojarse y alegrarse. No, no es ése mi temblor ni tampoco la esperanza que hace que no llegue a ser un temblor físico. 
Me levanto y pongo rumbo a casa notando cómo mi tiritera interna hace que mi andar sea menos elegante, si cabe. Definitivamente, no soy elegante en la mayor parte de aspectos. Quizá sí se puede considerar elegante en cierto modo mi forma de observar. Así que seguiré observando mientras tiemblo a la espera de ese preciso instante. Recuerdo la hoja. Espero el instante. Ese precioso instante.

lunes, 4 de marzo de 2013

El desierto bajo la ciudad


Hoy cuando iba en el metro me ha pasado algo. No estoy seguro de que los pronombres sean exactamente esos, pero creo que lo mejor es escribirlo todo de un tirón y ya se verá. Como decía, iba en el metro. Iba leyendo, como casi siempre, aunque al cerrar el libro cerca del final del trayecto me he asegurado de poner el marcapáginas en el lugar donde estaba antes de subir al metro porque no me había enterado de nada de lo que había repasado con la vista - cosa que, debo confesar, también me pasa muy a menudo-.

Nada era, pues, diferente al resto de días. También entre párrafo y párrafo levantaba la vista para inspeccionar a la gente del vagón. No es que los inspeccione, simplemente acudo a las luces de los carteles de encima de las puertas pensando que me voy a pasar de parada y ya que estoy miro con curiosidad cómo es el mundo fuera del libro (o de los pensamientos que me distraen del libro).

La gente del vagón entraba en la descripción que cabía esperar dada la zona de la ciudad por la que pasaba y la hora, nada importante. A unos metros de mí - no directamente encarada a mí pero sí se podría decir que con gran presencia del uno en el campo visual del otro - había una chica pelirroja. Era bastante mona y su mirada divagaba por el suelo y el resto de la estructura del tren. Alguna de las veces en que acababa de pronunciar en mi cabeza las palabras que conformaban un párrafo y levantaba la vista, nuestras miradas se habían cruzado - cosa nada fuera de los normal, comentada anteriormente la situación entre nosotros y nuestros campos visuales -.

A dos o tres paradas de mi destino, del vagón anterior al nuestro ha bajado una familia (parecían extranjeros) y los niños iban trotando, parecían alegres. Al sonar el pito repetitivo que avisa del inminente cierre de puertas, uno de los niños ha hecho una imitación de éste como si fuera uno de esos indios de las películas del oeste que gritan mientras se tapan y destapan la boca con la palma de la mano. La verdad es que la afinación y el timbre eran muy cercanos a los de la alarma de las puertas y también era una buena imitación por la parte amerindia de la comparación.

A veces me cuesta disimular mis reacciones cuando voy en el metro. Por todos es sabido que para ir en el metro se debe tener un semblante que represente un estado de ánimo gris, cansado y rutinario. Yo soy de los que se olvidan momentáneamente de este acuerdo implícito y se ríen alertando a los demás de su falta de educación. Así pues, me he reído y esta vez ha habido incluso sonido y espasmos de la musculatura de mi tronco. Al darme cuenta y ser capaz de reducirlo todo únicamente a la sonrisa, he inspeccionado -otra vez este verbo me parece demasiado exagerado para la acción que pretendo expresar, pero no encuentro otro más adecuado - a mis compañeros de vagón y al llegar a la chica pelirroja he visto que también reía y que parecía haberme visto reír.

Ha sido un segundo de complicidad. Después, ella ha vuelto al estudio de la estructura del tren - llevaba una carpeta que bien podía haber recibido al matricular alguna ingeniería o arquitectura - y yo he vuelto a mi libro. Entonces, el motivo por el cuál no leía lo que leía ha pasado a ser el porqué de no haber caído nunca en ese símil que para el niño alegre que iba al trote había sido tan evidente. He imaginado, al volver a oír el pitido, que ahora cada vez que pasara pensaría que era un asalto al convoy por los indios de alguna tribu del desierto que atravesábamos. De vez en cuando volvía a cruzar alguna mirada y sonrisa con la chica pelirroja (ya se sabe que transgredir una norma con un espectador y cómplice que también lo hace es de lo más divertido) y me he dado cuenta volviendo a sonreír del detalle de compartir el humor de aquel símil entre el sonido de aviso (que va acompañado del parpadeo de una luz roja encima de cada puerta) y los gritos de los pieles rojas con una pelirroja.

Así es como he acabado cerrando el libro y me he abandonado a la disquisición humorística y visual en torno al rojo y los asaltos de convoyes. Tal y como lo estoy contando, parece un gran trayecto, pero como ya he dicho, era cosa de dos o tres paradas únicamente. Así que tan pronto como he empezado a disfrutar, me he tenido que levantar y me he situado delante de la puerta para salir. Ésta estaba justo al lado del asiento que ocupada la chica taheña, así que me he pasado los segundos que faltaban hasta que pudiera abrir la puerta mirándola. Al final, ella me ha mirado, me ha sonreído y casi me encierran los indios en el tren. Creo incluso haberle dicho "adiós" acompañando la palabra con una leve inclinación de la cabeza, quebrantando de esta forma otra de las reglas no dichas pero universalmente sabidas del uso del metro como medio de transporte.

Por cierto, ya he logrado solucionar el problema de los pronombres de la primera oración: faltaba un "se". Y era la oportunidad.