martes, 2 de abril de 2013

La belleza tímida


La belleza tímida siempre me recuerda a los niños. Será porque la timidez me parece algo inocente que la madurez aniquila o deforma. Los niños - y los poetas, entre otros - se sorprenden de aquellas cosas que la costumbre y el cansancio de ser no nos dejan apreciar. Quizá es más bien esto lo que me hace relacionar la belleza tímida con los niños. Y con los poetas, visto así. Es algo natural para nuestros sentidos o razón, algo que tiene que ser así.  Algo que debe ser así. Sin embargo, en algún momento apreciamos la belleza de su sinceridad y sencillez y entonces no podemos apartar los ojos u olfato, paladar o tacto, oído o pensamiento de ellas. Nos sorprende tal belleza. Y sonreímos, y nos sonríe. Como si se tratara de un guiño simpático que nos hace el universo, en su forma infantil, mientras juega a las canicas con los astros o átomos y ve de reojo que nos ha vuelto a coger desprevenidos. Gran juego, las canicas.

Si pienso en ejemplos, la fotografía es el primero que se me ocurre. No me extraña, somos principalmente visuales. La no paisajística tiene como máxima aspiración conseguir este tipo de belleza. Al menos, eso es lo que me parece a mí que hacen los fotógrafos. También ellos son poetas en cierto modo. También son niños. En música, se dan los dos extremos: la belleza tímida y la belleza extrovertida. Más que extrovertida, a veces es belleza exclamada. Erik Satie tocaba el piano mientras veía - se imaginaba - las canicas rodar. Beethoven comprendía la gravedad del asunto, entendía los movimientos, iba más allá del juego y la física, hasta convertir al niño en un profundo adulto. Y las cuerdas y vientos rugían belleza bajo su dirección. Debussy deambulaba de un lado para otro, a veces coloreando las canicas y otras buscando electrones perdidos para reconstruir el Big Bang. La música actual, como la fotografía y al parecer el curso de las artes hoy en día, parece buscar también la timidez en la belleza, o la belleza en la timidez. Se sirve de la intimidad para hacerlo.

La mayoría de las veces es así como se encuentra la belleza tímida. A solas, aislada, mirando muy de cerca o escuchando los silencios entre notas tranquilas. En un poema tan corto de letras que parece vacío - precisamente en esos vacíos -. Otras veces, sin embargo, y éstas son las que más me hacen disfrutar, uno la reconoce cuando de entre los rugidos de las demás bellezas surge un estar - que no es voz, palabra, no reclama el reconocimiento de ser belleza - natural, discreto y tranquilo que ensordece. O más bien enmudece. Con una rotundidad únicamente alcanzable desde la timidez, una rotundidad infantil. De repende, su silencio es el único sonido que te llega. Y sonríes, y el niño te sonríe y lanza símbolos contra símbolos observando cómo saltan chispas - teoremas - y configuraciones - ideas, intuiciones -.

No se puede decidir si son más bellas las canicas o la gravedad. No creo que sea necesario. Son diferentes y la misma cosa a la vez. Belleza, al fin y al cabo. La diferencia es la voz. Si te cruzas con una sinfonía de Beethoven, te inundará su "¡YO SOY TODO BELLEZA!" como respuesta a una pregunta que no has tenido tiempo de hacer. En cambio, si te encuentras con una belleza tímida, como ella o la distribución de colores - observada a un suspiro de distancia - de la arena de la playa, deberás interrogarla intensamente para obtener respuesta. "Yo soy...", dirá con cara de niño que estaba demasiado distraído como para saber qué había preguntado el maestro, "...todo...", buscando una salvación de pista en la pizarra y en la mirada de los compañeros que han sabido responder, "...¿yo?", dirá finalmente sonriendo con cara de haber dicho algo tan natural y sencillo que no parece una respuesta: "Yo soy todo yo, yo soy".

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