De joven me enloquecían las
canciones cuyos personajes eran llamados con un Mister,
Miss o similar y un nombre o adjetivo que sintetizara su personalidad
o diera cuenta de aquello por lo que se les escribía una canción. Me sobrecogía
la capacidad de síntesis de los músicos de aquellos tiempos y la fuerza que
encerraban aquellos apodos. Descubrí que en la literatura, el cine y la
televisión también abundaban y me dediqué a estudiarlos. Observé que en las
relaciones sociales también eran utilizados, siempre con fines extremos: muy
aduladores o de un sarcasmo con pH elevadísimo. En pocos años acabé
conociéndolos muy a fondo: estructura - esto es lo más sencillo, ya la he
explicado al principio -, tono, intenciones, posibles omisiones, grado de
generalidad, color, nivel de salivación al pronunciarlos, fluidez de dicha
segregación, sonoridad en los diferentes tipos de iglesia, relación entre
fonética y sabor, textura,... Y como todos los estudiosos del arte, también
intentaba convertirme a mí mismo en uno de esos artistas a los que tanto
conocía. Así que dedicaba mis ratos libres a otorgar este tipo de apodos a las
personas. A veces eran personas muy cercanas a mí, a las que conocía muy bien.
Gente con quien compartía parte de las rutinas muy frecuentemente. Personajes
imaginarios, pero esto sólo cuando estaba en la ducha. Nunca compartía los
apodos, claro está. Y mucho menos con los apodados. Era algo que no salía de mi
cabeza. Los inventaba, los sometía a todo el estudio que sabía hacer de ellos
y, tras las horas de juego y escalada que esto requería, los dejaba reposar por
unos días, encuentros, semanas, cortes de pelo o años. Los dejaba reposar para
después retomarlos, deshacer los apodos (las personas) en diminutos añicos y
volver a montar los adjetivos o nombres que irían detrás del Don o Doña, Miss o
Mister, Monsieur o Mademoiselle. Normalmente no coincidía con el apodo
anteriormente desmenuzado, hasta que encontraba el apodo ideal para aquella
persona. Y en este caso, aunque repitiera el proceso de redestrucción y
montaje, obtenía siempre el mismo. El primero con el que me pasó fue Doña Flor.
Lo recuerdo perfectamente, fue para mi primera novia, con la que estuve cerca
de tres primaveras y un junio algo destartalado. Cuando ella decidió acabar la
relación, mi orgullo herido y la tristeza en que me sumió alimentaron a mi
artista en potencia y comencé a practicar el arte del apodo. Recuerdo que ideé
muchos para ella. Casi todos llenos de odio. No era odio hacia ella, quizá
fuera frustración o simplemente la necesidad ancestral de tener mi pataleta sentimental.
Sin embargo, en forma de apodo, se convertía en puro odio. Años después, me la
crucé por la ciudad - estaba de visita a su familia, pues se había ido a
estudiar al extranjero meses después de la ruptura - y su belleza me dejó
perplejo. Dios mío, estaba tremendamente preciosa. No la recordaba tan bonita.
También su perfume duró unos días incrustado en mi cerebro taladrándolo de
placer olfativo. Y entonces, ya pasado el berrinche inicial, ese perfume y
recuerdo visual casi mágicos se convirtieron en Doña Flor. Un apodo que
representaba su esplendor y encerraba a su vez la realidad que viví en nuestros
tiempos de novios: "me quiere, no me quiere, me quiere, no me
quiere". Qué buen sabor de apodo. Qué contundencia. Y no hablemos de lo
bien que sonaba en las iglesias góticas del sur del país, entre cantado
líricamente y gritado, entre un mi mezzo forte de tenor y un "¡la
cena!" de madre. Sí, fue una buena obra. Interesante. He creado pocas como
ésta, con tanta frescura y tan clásicas a la vez. Tuve una época en que me dio
por intentar innovar. Todos los artistas la tienen. Bueno, todos deberían, a mi
parecer. En esa época acostumbraba a inventar apodos en que la segunda parte no
eran palabras reales (o al menos no lo eran en ningún idioma que yo dominara,
claro). Buscaba las características sin el significado. Llegué incluso a
obsesionarme y a veces pasaba horas divagando por mis pensamientos contorsionando
el rostro cada vez que aparecía alguna palabra conocida entre ellos. Pero
claro, eso fueron aires de grandeza de la juventud, que uno se cree que va a
descubrir algo que los mayores genios de este arte no han descubierto antes.
Siempre he sido muy honesto conmigo mismo como artista. Incluso hice lo que
muchos otros no hicieron: creé un apodo para mí mismo. El equivalente a un
autorretrato. No fue difícil: Mister Misters. Ése era yo, ésa era mi vida.
Durante décadas me ha parecido tan obvio que no he llegado a redestruirlo más
de dos o tres veces. Pero hace unos días, encontré un grave error en todo esto.
El apodo sintetiza un cierto conjunto de características de un personaje de
forma que se pueda comprender la intención que se tiene al hacerlo. En mi caso, nadie más sabía de mi afición por
este arte. Era algo totalmente interno, por lo que si alguien supiera que ése era
mi apodo, no podría comprenderlo ni interpretarlo de una forma cercana a lo que
encerraban esos dos vocablos. Recordé mis inicios en el arte del apodo: las
canciones. Allí todos podíamos entender los rasgos que el artista plasmaba. Entonces,
yo no podía ser Mister Misters, era un apodo vacío. Sintentizaba mi vida, pero
era totalmente vacío en cuanto a valor artístico. Pero no podía encontrar nada
que me describiera mejor. Fue así como entendí que el arte al que había
dedicado toda mi vida, en el que me había volcado día y noche, era un arte
cruel si se practicaba aislándolo del resto, como era mi caso. Sólo me
tranquilizó darme cuenta de que al no haber hecho pública ninguna de mis obras,
la única persona que había sentido tal crueldad era yo. Ahora mismo, en lo que
creo que es mi último juego de sábanas, estoy contento, pese a todo. Al fin y
al cabo, he descubierto algo sobre dicho arte que nadie antes había descubierto
o dejado constancia de ello. No he defraudado a aquel joven con aires de
grandeza que fui.
Bueno, me pregunto que Mister, don o señor sería yo jejeje. Muy original, pero se me ha hecho muy corto, me deja con ganas de haber analizado unos 100 apodos mas . Grande pingüino.
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