lunes, 16 de septiembre de 2013

Las pasiones

“Todas las personas deben tener al menos dos pasiones”, decía siempre Clara. Después sonreía de aquella forma que me maravillaba: de gratitud, como la de una persona mayor a la que acabas de ayudar. Ese tipo de gratitud sabia e inmensa. Pero en el caso de Clara, se lo agradecía a sí misma. Entonces volvía de aquel lugar en que estaba delante de sí misma acabando el “no hay de qué” y su rostro se tornaba curioso y divertido. “¿Cuáles son las tuyas?”, añadía. En ocasiones, repetía varias veces la afirmación inicial antes de esta pregunta, pero siempre la hacía.

Yo sabía que éste era un paso previo a la parte que realmente disfrutábamos de la conversación, pero era un paso necesario. Necesario para los dos. Me pasaba unos minutos pensando. A veces no llegaba a uno, otras pasaba de los cinco. Podría parecer meramente protocolario o fingido, porque la respuesta acababa siendo la misma. Pero no era así: internamente, estaba ponderando lo que había en mi vida en busca de lo que realmente representaba una pasión. “Las matemáticas y el origami”, respondía. Y pasábamos un rato hablando de ambas cosas.

También figuraba ella entre mis pasiones. Hacía tiempo que había entrado en esa categoría y yo no había podido hacer nada al respecto. Pero no podía decírselo, sentía que cambiaría algo. Nunca me han gustado los poemas que hablan de poesía, ni las novelas en que el protagonista es un escritor enamorado de su trabajo. No puedes ir a una pasión y decirle lo apasionante que es. Es algo que va contigo, dentro. Quizá pensáis que era amor. Algo de razón podéis tener: estaba enamorado de ella. Sin embargo, no es amor lo que me propongo plasmar aquí. Es la pasión que sentía al escucharla hablar, al verla vivir. Los melómanos pueden escuchar una y otra vez el enésimo movimiento de la emésima sinfonía de cierto compositor C, ejecutada por la orquesta X de la batuta del director Y. Los amantes de la literatura pueden leer su obra preferida del escritor que más les place una vez cada tantos años. Yo me enfrentaba cada vez a mi obra de arte predilecta y era algo tan cambiante que no podía hacer otra cosa que descubrir y descubrir. Además, la forma de descubrirla requería por mi parte una actividad y una predisposición más aventurera que la del que escucha un antiguo vinilo o desempolva un gran tomo mientras sonríe para sí. Y eso me apasionaba de una forma ciertamente emocionante.

Pero como ya he dicho, siempre ha sido un secreto que yo tuviera esta tercera (no en orden de intensidad) pasión. Supo de mi amor por ella, pese a que tampoco era yo muy dado a querer que lo supiera, por timidez y temor. Lo supo y bien sabido, pero nada hubo en mis palabras que pudiera desvelar a Clara que en mi mente discutía con Gauss mientras volaban juntos en una grulla.

Al final, yo le hacía la misma pregunta con que habíamos empezado. Aquí era donde ambos queríamos llegar. “Desde pequeña siempre han estado ahí la naturaleza y la literatura. Supongo que me viene de familia: veía a diario a mis padres leer y hemos vivido cerca del campo porque a los dos les gustaba llenarse de barro la ropa de montaña en los días de lluvia.” Y pasaba a explicarme su tercera pasión y cómo había surgido. Alrededor de los 11 años, empezó a escoger libros de las estanterías de sus padres. Muchas veces le parecían un tostón, eran demasiado serios y le aportaban bien poco. Pero se encontró con varias perlas que la acompañaron a partir de ahí.

Una de estas perlas fue una novela de Torcuato Luca de Tena: “Los hijos de la lluvia”. Desde que conocí a Clara y me habló por primera vez de dicha novela, lo debo haber leído unas 4 ó 5 veces. Un día cogimos mi ejemplar, le arrancamos todas las páginas y con cada una de ellas hice una figura diferente. Digo un día pero me costó varias semanas. Clara disfrutaba como una niña pequeña, y no me refiero a la intensidad o cantidad de disfrute, sino a la forma en que lo hacía. Yo disfrutaba por el incremento de horas que pasaba junto a ella y la cercanía física que la situación propiciaba, además del hecho simbólico de fusionar nuestras pasiones. En el libro, un historiador alemán empieza a recordar sus vidas anteriores tras un accidente. Atormentó durante la lectura y semanas posteriores a sus padres con preguntas acerca de la reencarnación. Leyó ensayos sobre ello, buscó documentales y textos religiosos en los que se hablaba de la creencia en dicho proceso.

Y con el tiempo, se fue dando cuenta o convenciendo de que ella también había tenido vidas anteriores. Todas las que quisiera. Las recordaba a su manera y siempre le aportaban algo (la mayor parte de veces, sin siquiera ella notarlo) a su vida actual, en la que había coincidido conmigo. En esta sección central y principal de nuestra conversación, me llevaba a esas otras vidas. Nunca he creído en la reencarnación, pero los viajes de su mano y su voz, de su rostro y entonación, me hicieron creer en su reencarnación y en la mía propia, en la pluralidad de nuestras vidas. Por eso decidí dejar testimonio y escribir esto. No para hacerle justicia a Clara, no para compartir con el mundo la pasión que me llenaba con su nombre y su ser, no para intentar una aproximación tosca y personal a “Los hijos de la lluvia”, sino para rememorar sus vidas anteriores y llenarme otra vez de la pasión que me ha hecho sentir vivo durante tantos años. El hecho de hacerlo público responde únicamente a un aliciente para no dejarlo a medias: me conozco y es uno de mis grandes vicios. Así pues, dadas las circunstancias, haré este viaje con quien quiera acompañarme. 

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